La condición de historiador y el IGU. José Miguel Lana

La condición de historiador y el Instituto Gerónimo de Uztariz

    Hace ya un tiempo que el traje de historiador me produce incomodidad. Como un paño o un lienzo bastos al contacto con la piel, de cuando en cuando su roce me irrita y me desasosiega. Me ha ocurrido esto, por ejemplo, cuando he escuchado a algún escritor de mayor o menor éxito defender un determinado relato interpretativo de la historia como la Verdad (con mayúsculas), ocultada por un silencioso complot de los «historiadores académicos». Esto suele hacerse, claro, reclamando para sí la condición de historiador. De modo que, al tiempo que se idealiza la función del «verdadero» historiador, quien en soledad como Moisés o Prometeo acerca la Verdad (de nuevo, mayúsculas) a los hombres, se denuesta a los historiadores fariseos que dominan conjurados el relato canónico.

    Este fenómeno suele darse cuando concurren una serie de circunstancias: un hecho o proceso histórico significativo que opere como aglutinante; una dinámica política en la que ese hecho o proceso juegue un papel clave a la hora de identificar a los adversarios, aunque no necesariamente de manera directa sino como trasfondo; una masa social politizada y necesitada de un discurso que la identifique y la movilice; una empresa editorial que perciba oportunidades de ganancia en ese mercado; un ‘outsider’ ganoso de gloria.

   Las implicaciones que esto tiene son variadas. La más grave probablemente es que transmite a la ciudadanía una sensación genérica de desconfianza hacia el discurso histórico, más aún si no coincide con las convicciones que uno previamente tiene. Así, no es extraño leer en prensa, en las secciones de cartas al director, o escuchar en la calle opiniones que relativizan o menosprecian la fiabilidad de ese discurso: desde una genérica apelación a que «la historia la escriben los vencedores» a un rotundo «los historiadores mienten», pasando por un condescendiente «hay tantas historias como historiadores». Este fenómeno abunda en el desconcierto causado en la profesión por la crítica de Hayden White al discurso histórico como metarrelato. Si todo se reduce a una confrontación de relatos, de construcciones lingüísticas, ¿es que vale lo mismo uno que otro, el relato del ‘outsider’ que el canon admitido por la mayor parte de los especialistas? ¿Es que no hay manera de examinar, jerarquizar y discriminar los relatos conforme a un criterio de veracidad? No es ya que nos encontremos ante una historia en migajas, como expresivamente denunció Dosse hace unos años la creciente compartimentación y banalización del discurso histórico, sino más bien ante una historia como toxina o, quizás habría que decir mejor, ante una no-historia, ante la imposibilidad de la historia como conocimiento veraz. Yo, desde luego, me niego a admitirlo.

    Una segunda lectura del tipo de fenómeno al que he aludido es que refleja un cierto distanciamiento entre el archivo y la calle, entre el historiador profesional y los ciudadanos. En ello juegan muchos factores, desde los puramente psicológicos (buena parte de quienes investigan historia buscan más el reconocimiento de los pares que la fama y agasajos de los medios y del gran público) a los que tienen que ver con las estructuras académicas (los procedimientos de promoción universitaria premian la publicación en prestigiosas pero recónditas revistas científicas y penalizan la edición de libros que es lo que entra en los circuitos comerciales). El consumidor de la mayor parte de la producción historiográfica es un más o menos reducido grupo de especialistas y son raros los éxitos de ventas de una monografía académica. Ello necesariamente alimenta un cierto repliegue y recogimiento, que en algún momento se ha simbolizado como la «torre de marfil», y que por otra parte refuerza la conciencia de formar parte de una profesión, de un selecto grupo que comparte unos presupuestos, unas técnicas y unos intereses. Ahora bien, ¿quiere decir ello que tan sólo quienes son miembros reconocidos de esa profesión pueden ofrecer un relato histórico veraz? ¿Es la historia un saber democrático o tecnocrático?

    De modo que ¿qué es un historiador? ¿Es historiador todo aquel que escribe de historia, todo aquel que elabora un relato sobre el pasado? ¿Vale lo mismo como historiador el ‘outsider’ que logra un éxito de ventas con un ensayo sobre hechos pasados que el académico sometido a unos códigos profesionales? ¿Es necesario/suficiente haberse licenciado o doctorado en Historia para ser considerado historiador? ¿Cuáles son los requisitos para conceptualizar el oficio o condición de historiador?

    No tengo respuesta para ello, y por eso el traje de historiador me pica, me irrita, me incomoda. Se me ocurre una forma de identificar al historiador aunque tampoco estoy seguro de acertar con ello. Por utilizar unos términos muy de moda en la retórica del I+D+i, se podría tal vez considerar historiador a aquel que participa en el desplazamiento de la frontera del conocimiento. Qué deba entenderse por ello es otra cuestión. Pongamos que en la disciplina histórica pueden ser dos las vías de desplazar esa frontera, dos vías que deben ser en gran medida complementarias. La primera estaría centrada en los contenidos: nuevos temas, nuevos datos, nuevas fuentes. La segunda radicaría en los enfoques y necesariamente debería ser permeable al desarrollo científico de otras disciplinas, tanto en el ámbito de las ciencias sociales como de las experimentales: nuevos conceptos, nuevas metodologías, nuevos modelos teóricos.

     De esta forma, podríamos considerar historiadores a todos aquellos, con o sin diploma universitario, licenciados en Historia o en otras disciplinas, que han contribuido o contribuyen a desplazar en un sentido progresivo la frontera del conocimiento sobre el pasado. Es muy dudoso que quepan en esta definición ensayistas que si han contribuido a desplazar esa frontera ha sido en cualquier caso hacia atrás, tanto en contenidos como en enfoques, limitándose a desempolvar viejas tesis, a practicar un collage de ideas ya publicadas o a publicitar un idealismo historiográfico característico del siglo XIX.

    He de reconocer que esta solución, probablemente insuficiente, me reconforta un tanto y me permite valorar mi propio esfuerzo a lo largo de varios años y también el del Instituto Gerónimo de Uztariz, en cuya andadura he participado activamente. A la pregunta de si hemos contribuido a extender en un sentido progresivo la frontera del conocimiento sobre el pasado ya no de Navarra, sino desde Navarra mi respuesta es inequívocamente: Sí.

    El Instituto Gerónimo de Uztariz nació expresamente con la voluntad de abrir nuevos caminos en un extenso territorio por colonizar y lo hizo por varias rutas: la historia económica, la historia social, la historia agraria, la historia oral,… Se interesó por fuentes hasta entonces poco frecuentadas: los fondos documentales navarros del periodo contemporáneo, la documentación catastral, los testimonios orales, la fotografía y la imagen,… La apuesta por impulsar, sostener o albergar proyectos colectivos de investigación mientras hubo posibilidad de hacerlo es la mejor demostración de esa voluntad de avance y renovación; y también lo es la edición ininterrumpida desde 1988 de la revista Gerónimo de Uztariz, una publicación modesta en la que se han dado a conocer investigaciones inéditas y planteamientos renovadores. La misma concepción y diseño de los cuatro congresos realizados hasta la fecha refleja esa voluntad de no acomodarse en lo sabido, de explorar nuevos formatos: si los dos primeros congresos llevaron en su título como coordenadas «Navarra» y los «siglos XVIII, XIX y XX», el tercero rompía inercias al enfocarse al siglo XX y al integrar a colegas de otros campos como la economía, la empresa, el derecho, la teoría literaria, la sociolingüística o el periodismo; el cuarto congreso iba aún más allá, proponiéndose como encuentro internacional, dando rango protagonista a las fuentes orales y visuales (estas últimas habitualmente reducidas a la condición de ilustraciones) y buscando una fecunda interacción entre investigación y docencia. El mismo hecho de buscar como interlocutores en los cursos, seminarios y jornadas organizadas por el Instituto, o en los trabajos publicados por los miembros del mismo a título particular en otros foros, a colegas conocidos en la historiografía vasca, en la española e incluso en el ámbito internacional, refleja ese interés por alcanzar la vanguardia, por exprimir las posibilidades de aprendizaje y creación de saber que ofrece el diálogo con otros historiadores que operan en una escala geográfica más alejada o más amplia.

    De modo que al cabo de 25 años no es poca cosa poder afirmar que gracias al Instituto Gerónimo de Uztariz (y a alguien más) la historia escrita sobre Navarra ha dejado de ser un relato idealizado y autocomplaciente, y en el mejor de los casos positivista, para alcanzar los estándares de exigencia que disfrutaban mucho tiempo antes otros territorios. Tampoco hay que desdeñar que en estos años la historia escrita «desde» Navarra por los miembros del Instituto ha logrado hacerse un hueco y ser reconocida y valorada en la historiografía española, y tiende a participar también cada vez más en foros internacionales.

    El reto quizás se encuentra en compatibilizar el trabajo en la frontera, el oficio de historiador, con el esfuerzo de divulgación. El Instituto ha apostado por hacerlo de manera pausada y discreta, dando prioridad a la conexión entre investigación y docencia, procurando que el profesorado de Secundaria encuentre en el Instituto una vía para impulsar una práctica docente renovadora e integradora. También ha jugado fuerte en más de un momento organizando exposiciones capaces de llegar al gran público. En lo que no ha entrado ha sido ni en el ring mediático ni en la acción de propaganda. Tal vez como consecuencia, los viejos relatos parecen gozar de muy buena salud en Navarra, y una parte amplísima de la ciudadanía está completamente al margen de lo que han deparado veinticinco años de investigación y divulgación en el Instituto Gerónimo de Uztariz. Pero esto no es algo que debamos reprochar al Instituto. Tal como yo lo entiendo, éste ha cumplido con creces formando varias generaciones de historiadores (usando este término en el sentido propuesto) y brindando espacios para la difusión, el intercambio y el contraste de ideas y propuestas historiográficas.

    Al final de este recorrido, en la hora del balance, el traje de historiador me sigue inquietando, pero he de reconocer que me hallo algo más cómodo. Y no puedo por menos que reconocer con gratitud que si es que yo quepo en esa definición de historiador, esto ha sido posible por la oportunidad que el Instituto Gerónimo de Uztariz me ofreció hace ya dos décadas. A ella he procurado corresponder durante varios años con mi compromiso, mi entrega y mi trabajo. Espero haber sabido hacerlo.

Josemiguel Lana
Septiembre de 2009