Reformas agrarias, tierras malhabidas, ecología. Ricardo Robledo

Reformas agrarias, tierras malhabidas, ecología.

Hace poco más de veinte años, en diciembre de 1987, nos reunimos en Pamplona para estudiar « La propiedad de la tierra y la distribución del producto agrario (s. XIX y XX): estado de la cuestión, fuentes para su estudio y sistemas de análisis ». El curso estaba organizado por el Instituto Gerónimo de Uztariz y ha sido considerado retrospectivamente como el primero de los congresos de Historia Agraria. En el recuerdo colectivo la primera reunión del SEHA, siempre abierto a nuevos debates, quedó bautizada, oxímoron incluido, como « la del bunker », por el lugar que nos acogió : la sala municipal situada en uno de los accesos subterráneos a la Plaza de los Fueros.

No puede decirse que las preocupaciones que inspiraron aquella reunión fueran las dominantes en años posteriores y así fueron pasando a un segundo plano los temas distributivos por motivos muy diversos (de tipo metodológico, aparición de nuevos campos de investigación, etc). El tema de la reforma agraria, por poner un ejemplo, no estuvo presente en ningún congreso de historia agraria hasta 2008. Por una  parte, la solidez de la obra de Malefakis ejerció en cierto modo un influjo disuasor de modo que más de uno se contentó con parafrasear una obra que va a cumplir cuarenta años. Por otra parte, la orientación de la política económica internacional, que puso en entredicho las reformas agrarias de América Latina, no era el mejor contexto para animar su investigación. Hoy, sin embargo, al menos sobre el papel, el Banco Mundial (Informe 2008) apuesta  con matices por la opción reformista

La reforma agraria puede promover la incorporación de los pequeños agricultores en el mercado, reducir las desigualdades en la distribución de la tierra, aumentar la eficiencia y puede organizarse de modo que se reconozcan los derechos de las mujeres. La redistribución de grandes extensiones subutilizadas para que en ellas se establezcan pequeños agricultores puede dar resultados positivos si va acompañada de reformas que garanticen la competitividad de los beneficiarios, lo cual hasta el momento ha sido difícil de lograr.

Retomar, o seguir, con el estudio de la reforma republicana y de las que se han desarrollado al otro lado del Atlántico sirve para  conocer mejor las sociedades agrarias sobre las que actúa la política reformista ;  por otra parte, la comparación del proceso español y del latinoamericano ayuda a entender la viabilidad de las reformas, una en periodos donde lo que dominaba era la extrema desigualdad de la renta,  como en el periodo de entreguerras, frente a otra  en la que  los problemas de tipo medioambiental se añaden a los distributivos.

1) El estudio del reformismo de la Segunda República permite profundizar en la lógica de un sistema latifundista que pretendía modificarse. La estabilidad latifundista a lo largo de la historia no se sustentaba sólo en la racionalidad económica del terrateniente sino en un conjunto de relaciones sociales  que requería distintas mediaciones para que funcionara todo el sistema. La tierra es algo más que un factor de producción  y cuando la propiedad está desigualmente repartida necesita una variada gama de legitimaciones para su mantenimiento, desde la resignación cristiana o las limosnas -cuya cuantía recogen las administraciones nobiliarias-  a  fórmulas más complejas en las que intervienen varias normas e instituciones.  Debemos destacar en este sentido la « libertad de trabajo » que exigía el funcionamiento del triángulo institucional gobernador-alcalde-guardia civil. También había que recurrir a los alojamientos, el reparto de obreros parados ; era  el coste de la paz social con el beneficio de unas relaciones de dependencia.Todo esto aseguraba, por utilizar la expresión de Hirschman, la lealtad pese a la poca voz de que disponían los individuos.

La República trató de acabar con esta costumbre con medidas como la del laboreo forzoso y colocación por la bolsa de trabajo que controlaban los sindicatos, pero los alojamientos siguieron siendo un recurso de las autoridades locales hasta la guerra civil y después de ella. La fórmula más ambiciosa para corregir esta situación, o sea, para aliviar el desempleo, fue  la propuesta de extender la pequeña explotación bajo la modalidad de asentamientos. Era, sin duda alguna, la tarea pendiente de reformismo más difícil de abordar. Como he escrito en otro lugar, una cosa era  construir más escuelas, limitar las procesiones, jubilar anticipadamente a militares o implantar el Estatuto de Cataluña y otra mucho más complicada repartir tierra, con asesoramiento técnico, o cambiar el tejido social de las relaciones laborales.

De todos modos, la fórmula que se escogió de ocupaciones temporales en el periodo de marzo-julio de 1936, que es cuando la reforma agraria empezó a funcionar, hacen pensar en la viabilidad reformista al actuar sobre la posesión de la tierra (pagando la renta al propietario) ahorrándose los costes de la expropiación. Y la forma pacífica en que se produjo la gran ocupación de fincas en Extremadura en marzo del 36 sugiere que la reforma agraria del Frente Popular  no puede interpretarse de modo fatal como la caída imparable hacia el precipicio de la guerra civil.

El estudio de la reforma agraria republicana sirve también para conocer mejor los fundamentos del cambio institucional del siglo XIX. En efecto, la consideración negativa de la reforma agraria liberal salió reforzada desde la atalaya de la Segunda República; el origen espúreo que se presumía en la propiedad señorial se extendía también a la privatización de los comunales, bien por la poca rigurosidad de los liberales en su desamortización (excesos de cabida) o bien porque la usurpación del comunal se asociaba al régimen señorial. De todas las medidas de la reforma agraria liberal fue la enajenación de los comunales la más cuestionada, alimentando una  tradición de lucha más o menos soterrada que los cambios políticos  hacían aflorar, especialmente en la Primera y Segunda República. Fue a fines de junio de 1936 cuando se empezó a discutir el proyecto que la guerra interrumpió ; el rescate de las fincas sería gratuito para los ayuntamientos cuando se comprobara que había habido despojo y habría expropiación con indemnización  en los casos de adquisición con buena fe.

2) El  aceptable conocimiento que disponemos sobre el tema de las corralizas en Navarra nos permite  dejar aquí la versión española de un fenómeno  que sigue siendo actualidad en varios países latinoamericanos con una denominación bien significativa, las tierras « malhabidas », que expresa directamente el fundamento ilegítimo  de la propiedad[1].

En el caso colombiano el acaparamiento ilegal de tierras que han logrado acumular los paramilitares en los últimos años estaría alcanzando la cifra de cuatro millones de hectáreas. Una verdadera contrarreforma agraria. Estas tierras obtenidas por el amedrentamiento y en estrecha asociación con el narcotráfico casi siempre son el doloroso despojo que dejan las familias desplazadas en su huida hacia las ciudades.

Es en Paraguay donde el fenómeno de las tierras malhabidas ha tenido mayor difusión con motivo del programa de reforma agraria impulsado por el  Presidente Lugo, si bien la prensa ha dado más importancia a la vida privada del que fue obispo en el Paraná que a los obstáculos que encuentra para acabar con la corrupción . La historia reciente empieza cuando el Instituto de Bienestar Rural dispuso desde 1954 de cerca de 12 millones de hectáreas a fin de que fueran destinadas a tierras comunales o pequeñas parcelas para campesinos ‘sintierra’, como medida de una supuesta reforma agraria. A la caída de Stroessner (« Yo el Supremo ») , la mayor parte  de esa cantidad, 7.851.251 hectáreas, había sido entregada de forma irregular a militares, políticos, parlamentarios, amigos del General Alfredo Stroessner, y hasta Anastasio Somoza, ex dictador nicaragüense, que se benefició como si fuese un campesino ‘sintierra’ más.

Son estos  ocho millones de hectáreas ilegalmente repartidas las  que se conocen como «tierras malhabidas», susceptibles de ser expropiadas -con indemnización- a sus propietarios y entregadas a los campesinos sin tierra en lotes que van entre 8 y 20 ha. En busca de esas «tierras malhabidas» se concentran las ocupaciones de los ‘sintierra’, que  provocan los enfrentamientos ya no sólo con los terratenientes, sino con mafiosos, militares y políticos corruptos del stroessnerismo.

Este proceso de « acumulación primitiva de capital » expulsaba campesinos  hacia los suburbios pero no era sólo al modo tradicional provocado por el auge ganadero (cuando  las ovejas se comían a los hombres,  como ocurría en la Utopía de Tomás Moro). La historia de la expansión de la soja en el Paraguay oriental muestra cómo los programas de «reforma agraria» habían servido para desplazar las comunidades rurales y disponer de nuevas tierras para la agricultura industrial al igual que había ocurrido en Brasil.  En efecto, la importancia del latifundio ganadero en el modelo agroexportador ha dejado paso a la soja, introducida en Paraguay por inversionistas brasileños -en el marco de la expansión sojera en los países del Cono Sur a partir de los años 1970- incentivados por  la creciente demanda internacional (principalmente desde Europa y Japón) para abrir nuevas zonas de cultivo distintas a los Estados Unidos. De hecho cerca del 40% de los productores son brasileños, 36% son de origen alemán, japonés o menonita[2] y sólo el 24% son paraguayos. Conviene precisar que la soja sembrada es transgénica y va acompañada del paquete tecnológico de la transnacional Monsanto, propietaria de la semilla Round up Ready, que incluye la semilla resistente al herbicida; el paquete (incompatible, aparte de inaccesible, para la economía campesina) incluye, además, fungicidas e insecticidas que se utilizan  sin las precauciones mínimas, incluidas fumigaciones aéreas.

            Paraguay se ha convertido en el cuarto exportador mundial de soja y este modelo de desarrollo rural, que gira ahora en torno a la agricultura de exportación de la soja transgénica, ha provocado efectos en la población rural de graves consecuencias, entre las que destacan la expulsión de las comunidades rurales por procedimientos diversos (compraventas forzadas de tierras campesinas no catastradas,  rociado  de agrotóxicos…)   y aumento consiguiente en  la concentración de tierras,  deforestación e intoxicación con agrotóxicos. Al final, el resultado es el de una «agricultura sin agricultores» (Fogel). La expansión de la soja transgénica a tal intensidad e incluso desplazando ilegalmente a campesinos de las colonias nacionales implica ya una disminución substancial de la producción de alimentos y una merma de la soberanía alimentaria  al resentirse la producción de maíz o de trigo. Los avances hacia la soberanía alimentaria y la seguridad alimentaria son inseparables de una verdadera reforma agraria que altere la estructura agraria (entre otras cosas, recuperación de tierras mal habidas), lo que a su vez supone la recuperación de la soberanía nacional.

Tres observaciones finales para no sobrepasar en exceso el listón de las 2000 palabras que  fijan los amigos del IGU. La primera es que el sacrosanto derecho de propiedad, amenazado por la reformas agrarias, se asienta con frecuencia en los pies de barro de las tierras malhabidas. La segunda es que la reforma agraria, término ambiguo donde los haya, va cambiando de significado con el correr de los tiempos. Ya no se trata de intensificar la producción, como en el periodo de entreguerras, sino de frenarla. En ambos casos, la solución pasa por tener en cuenta la pequeña explotación,  la vía campesina, como remedio del hambre al que conduce una agricultura sin agricultores.  La conciencia de los errores cometidos ayudará seguramente a que el término de reforma agraria no se devalúe más de la cuenta[3]. Finalmente, el estudio de la reforma agraria más que divorciar debería unir a los estudiosos históricos del medio ambiente   con los que se dedican al análisis del cambio institucional: «No es la dotación de factores del medio físico la que directamente determina el rendimiento económico, sino que es la relación que las instituciones permiten que las personas tengan con el medio (físico y humano) la que determina directamente el rendimiento económico » (R. Robledo, S. López, ¿Interés privado, bienestar público ? 2007, p. 9 ).


[1]  Los párrafos que siguen proceden de diversas fuentes y he prescindido de poner las convenientes comillas. Se basan en http://indh.pnud.org.co/articulo.plx?id=252&t=informePrensa;http://www.google.es/search?hl=es&rlz=1W1GGLL_es&q=PARAGUAY+La+lucha+de+un+pueblo+y+una+alternativa+para+los+sin-tierra&btnG=Buscar&meta=http://www.ramshorn.ca/getit.php?w=paraguay;http://www.landaction.org/spip/spip.php?article28&debut_articles_rubrique=15; Ramón Fogel, «Agronegocios, conflictos agrarios y soberanía alimentaria en el Paraguay». CLACSO, 2007.

[2]  Protestantes originarios de Alemania y Países Bajos, seguidores de Menno Simons, que sufrieron diversas persecuciones desde el siglo XVI; llegaron a Paraguay en la década de 1920  procedentes de Rusia y Canadá.

[3]   «A la hora de repartir la tierra expropiada a la familia Somoza y sus cómplices, y la confiscada después a los terratenientes, nos apartamos de los sentimientos que nos llamaban a la entrega de títulos de propiedad individual a los campesinos sin tierra, los grandes postergados de la historia(…). Fue un error que hubo de costar sangre, porque la revolución, al violar la más sagrada de sus promesas, producía el primero de sus grandes desencantos», Sergio Ramírez, Adiós muchachos, 1999, p.209.

 

Ricardo Robledo

Universidad de Salamanca