La vigencia de Gramsci. Manuel Martorell

La vigencia de Gramsci

Cuando, no sin cierto vértigo, me animé a elaborar una investigación sobre los derroteros del carlismo tras la Guerra Civil, no era consciente de que me disponía a entrar en un nuevo y apasionante mundo: la historiografía. Hasta entonces, había realizado trabajos históricos y antropológicos en calidad de periodista y, por lo tanto, sin esa exigencia de profundizar en los métodos, procedimientos y enfoques propios de la ciencia de los acontecimientos. Tampoco estaba entre mis planes, al menos inicialmente, recuperar el nombre, hechos y memoria de militantes comunistas olvidados del periodo de la Guerra Civil y de los primeros años del franquismo. Pero eso es lo que sucedió durante más de una década, solapándose los temas carlistas y comunistas en un espacio y tiempo que les eran comunes.

Del carlismo, me sorprendía la práctica inexistencia de trabajos académicos que trataran estos periodos, si exceptuamos el amplio estudio de Martin Blinkhorn [1] y el libro de Aurora Villanueva circunscrito al territorio navarro [2]. Seguían, por lo tanto, en el aire inquietantes preguntas, especialmente relacionadas con la actitud de sus bases, que, encuadradas en el Requeté, contribuyeron, voluntaria o involuntariamente, a la instauración del franquismo: ¿cuál había sido el grado de aceptación del proyecto unificado de 1937?, ¿hasta qué punto habían participado en la construcción del nuevo régimen?, ¿cuál había sido su implicación en las campañas represivas?, ¿quiénes permanecieron fieles a Manuel Fal Conde?, ¿qué sentimientos les asaltaban cuando, tras tres años de combates, retornaron al hogar?, ¿hasta qué punto se habían alcanzado sus expectativas?

Escrutando estos asuntos, se cruzó, por sorpresa, en el camino la figura del dirigente comunista navarro Jesús Monzón Repáraz, quien, junto a su amigo y líder de la UGT Juan Arrastia, había salvado la vida en el verano de 1936 gracias a varios carlistas. Una señal de alarma se encendió al comprobar que, pese a haber dirigido la resistencia contra los nazis en la Francia ocupada, era un perfecto desconocido incluso dentro del PCE. Aislado de la dirección, que se encontraba en México y Moscú, consiguió reagrupar a miles de refugiados atrapados por la guerra mundial, dotándoles de una política en consonancia con la nueva coyuntura internacional. Su estrategia de «Unión Nacional» fue condenada por la cúpula del partido y él mismo acusado de ser un agente franquista. No solo su titánico esfuerzo sino el de sus colaboradores y, lo que es peor, el de los militantes que arriesgaron sus vidas en una de las etapas de mayor brutalidad del franquismo, fueron borrados de la «historia oficial» del PCE.

Se podrían poner muchos ejemplos de este ostracismo colectivo, sobre el que, con el paso de los años, se consiguió hacer un poco de luz. En otros casos, estas zonas tenebrosas de la historia permanecerían impenetrables. Tuvo verdaderos tintes dramáticos, por ejemplo, seguir los pasos del joven Luciano Sádaba, que se había librado de la caza al «rojo» en 1936 al encontrarse en la Olimpiada Popular de Barcelona, integrando una delegación de las Juventudes Socialistas Unificadas. Tras la guerra, volvió del exilio con la misión de reorganizar el PCE en la clandestinidad, cayendo en una redada policial. Condenado sumariamente en consejo de guerra, sería fusilado de forma igualmente expeditiva [3].

Intenté reconstruir su trayectoria, pero la única fuente de documentación eran los propios legajos de la mascarada judicial. Muerto en plena juventud, sin descendencia ni familiares, la carpeta con su nombre en el Archivo Histórico de Instituciones Penitenciarias apareció vacía. Terminé recalando en el madrileño cementerio de la Almudena, donde constaba que su cuerpo había sido enterrado con el número 8. Según me explicaron, siguiendo la normativa al caso y ya que nadie había reclamado su cuerpo, sus restos fueron volcados a un osario colectivo. No había más información. Ya me alejaba en coche del camposanto cuando decidí dar media vuelta y preguntar al  funcionario si ese número señalaba, tal vez, su tumba. Me aclaró que no era exactamente así. El «8» indicaba el orden en el que había caído en una fosa común. El de Sádaba parecía un sacrificio inútil. Atrapado por el choque entre «monzonistas» y «oficialistas», ni siquiera sería recordado por los suyos.

Con Monzón hubo más suerte, porque no solo se libró del paredón sino que tuvo amistades y una familia muy conscientes de restaurar su buen nombre. Por lo general, quienes le conocieron personalmente pudieron aguantar la embestida de la «historia oficial», según la cual no era más que un traidor a la causa. El libro Jesús Monzón, el líder comunista olvidado por la Historia, editado por Pamiela [4], logró el objetivo de rescatar una vida hasta entonces oculta. Pero, para mí, como investigador, este trabajo supuso la revalorización de la biografía y las técnicas orales como antídotos contra la voracidad depredadora de las «historias oficiales». La recuperación de hechos y actitudes personales, de testimonios fidedignos, aunque fueran cuantitativamente limitados, servía para desmontar un discurso histórico basado en la mutilación de hechos significativos.

Este era, precisamente, uno de esos puntos de contacto, historiográficamente hablando, con el tema elegido para la tesis doctoral que terminaría siendo presentada bajo el título «La continuidad ideológica del carlismo tras la Guerra Civil». Buena parte de las bases carlistas habían quedado apartadas de una «historia oficial» que daba por supuesta la identificación entre franquismo y carlismo, cuando los testimonios personales indicaban actitudes bien distintas. En todo caso, permanecía algo que siempre había caracterizado a este movimiento y que solo recientemente se ha tenido en cuenta por los investigadores: una gran complejidad interna en la que elementos netamente superestructurales, como la religión, las tradiciones familiares, la cultura local y el mundo rural, eran tan determinantes como las propias condiciones de vida.

Jesús Monzón fue de los pocos dirigentes comunistas de los años 30 que intuyó esta complejidad sociológica, manteniendo, consecuentemente, una actitud hacia el carlismo diferente al resto de la élite del PCE. Conocedor de su potencial sociológico y del peligro que suponía para la II República, ideó crear un movimiento socialcristiano para arrebatarle su hegemonía en la Navarra Media. En plena guerra mundial, cuando, por el azar, quedó en sus manos la misión de diseñar una nueva estrategia política, se esforzó en atraer hacia la Unión Nacional a sectores y personalidades procedentes del ámbito religioso, invitando expresamente al carlismo a unirse a sus filas.

La heterodoxia monzonista iba, sin embargo, más lejos. Abrió las puertas a personas de izquierda que no cuadraban con la ortodoxia estalinista imperante, como Gabriel León Trilla y Noel Field. El primero fue también acusado de ser agente franquista y ejecutado por sus «camaradas»; Noel Field, colaborador de las Brigadas Internacionales en la Guerra de España y de la Resistencia antinazi en Europa, se convirtió en símbolo de los juicios estalinistas. Detenido, torturado, condenado y aislado en prisión durante años, al menos, sería rehabilitado públicamente.

La Unión Nacional no era una pura táctica, como a veces se ha interpretado. Tras esa estrategia aperturista, existía una visión de España en la que no todo tenía que pasar por tamiz de la lucha de clases. Salvando las distancias, en Monzón también se intuyen las innovaciones teóricas, «revolucionarias» dentro del enfoque historiográfico marxista, realizadas solo unos años antes por otro personaje incomprendido: Antonio Gramsci. Sería interesante saber si las teorías del fundador del Partido Comunista Italiano, que había muerto en las cárceles de Mussolini el año 1937,  tuvieron alguna repercusión en la España de la Guerra Civil o si Monzón tuvo algún conocimiento de ellas, pero hay una coincidencia entre estos dos dirigentes: ambos buscaban comprender unas relaciones sociales profundamente afectadas por el factor religioso.

Para Gramsci, los elementos culturales e ideológicos ya no debían ser interpretados históricamente como la justificación de un poder que, a su vez, se establecía sobre las condiciones materiales de vida. Precisamente, una de las principales aportaciones de Gramsci a la historiografía consistió en situar el concepto de hegemonía en el plano de la cultura y de la función social de los intelectuales[5]. En Gramsci, los intelectuales que denominaba «orgánicos» no dependían de las estructuras políticas sino que estaban intrínsecamente unidos a la vida cotidiana del pueblo, a la sociedad civil. Por eso, elementos superestructurales, como la religión, jugaban un papel determinante para que un sector popular tomara una posición política u otra. El «nuevo bloque histórico», en el que debían participar este tipo de «intelectuales orgánicos», más que impulsar el «asalto al poder», es decir lo que él denominaba «guerra de movimientos», debía poner en marcha una prolongada tarea de ocupación y consolidación de espacios sociales, culturales y políticos para conseguir la hegemonía, una estrategia transversal que, en contraposición con la tradicional revolucionaria, llamó «guerra de posiciones».

No era nada extraño, por lo tanto, que tanto en Gramsci como en la política monzonista, la religión jugara un papel muy distinto al de mero instrumento de dominación que, en consecuencia, había que combatir frontalmente. Formaba parte de los elementos fundamentales de la población y no tenía necesariamente que participar de las estructuras del poder político. Sin embargo, eso era lo que se había interpretado en muchas ocasiones al analizar la intervención del carlismo en la Guerra Civil. Según ello, los voluntarios que encuadraron el Requeté habrían sido manipulados, debido a la influencia religiosa y a su ignorancia, por curas y caciques. Dejaban, por lo tanto, de ser sujetos históricos para convertirse en una masa ausente de protagonismo.

Sin embargo, las pocas investigaciones realizadas para comprender sus motivaciones indican que no se les podía reducir a la simple manipulación de un analfabetismo que, por cierto, en el conjunto de España era el doble que en Navarra. Así se desprende de las entrevistas hechas por Ronald Fraser [6]y, sobre todo, por Jeremy Mcclancy [7], cuyo trabajo de campo realizado en Navarra, desde el punto de vista de la antropología,  indica que los voluntarios carlistas eran conscientes de que defendían unos valores, vinculados por lo general a su forma tradicional de vida, muy semejantes a los que posicionaron bajo las banderas de Carlos VII a sus antepasados sesenta años antes.

Pero, para realizar esta historia «gramsciana» del carlismo en Navarra, es necesario echar mano, como defienden las nuevas corrientes historiográficas, de  disciplinas complementarias, como la propia antropología, la psicología, el estudio de las mentalidades, las técnicas orales, la biografía, la historia local o la historia desde abajo, con el objeto de comprender la transversalidad social de este movimiento. Restringir la participación del carlismo navarro a una historia del fascismo contra la revolución impide comprender una realidad mucho más rica y compleja. A todas luces, parecía que las técnicas orales podían responder a muchas de las interrogantes abiertas en torno a las motivaciones, razonamientos, vivencias y sentimientos provocados por su participación en la guerra, pero, a la hora de realizar la investigación, fue frustrante constatar la imposibilidad de un trabajo serio sencillamente porque la inmensa mayoría de los excombatientes ya habían fallecido. El contenido de las pocas conversaciones que logré hacer, con garantías de veracidad, solamente me confirmaron la magnitud de lo que se podía haber hecho y que ahora quedaba pendiente de forma indefinida.

Parece difícil que testimonios indirectos de familiares en primer grado o la improbable recuperación de documentos, cartas, escritos o recuerdos puedan sustituir al valor de esas entrevistas directas, personales y pautadas. Aunque tarde, en el ciclo de conferencias organizado en mayo de 2006 por el Instituto Gerónimo de Uztariz bajo el epígrafe «Nuevos desafíos en la historia del carlismo», se pusieron sobre la mesa ideas y reflexiones que no debieran caer en saco roto, sobre todo cuando, en torno al proyecto del Museo Carlista de Estella, se han comenzado a celebrar, de forma periódica y anual, unas Jornadas de Estudio sobre esta temática. Tal vez si este trabajo se hubiera hecho antes, se podrían haber aclarado las  dudas que le surgieron a Santiago Carrillo cuando interrogaba a unos requetés hechos prisioneros. Según comenta en sus Memorias [8], no podía comprender cómo aquellos jóvenes labradores estaban luchando al lado de la reacción ya que, sociológicamente, tenían las mismas características de los campesinos que engrosaban las filas del socialismo.


[1] BLINKHORN, Martin Carlismo y contrarrevolución en España 1931-1939,  Crítica, Barcelona, 1979.

[2] VILLANUEVA, Aurora El carlismo navarro durante el primer franquismo, Actas, Madrid, 1998.

[3] Estas biografías como el destino de los que terminaron en los campos de concentración alemanes formaron parte de dos obras colectivas: El exilio republicano navarro de 1939, Gobierno de Navarra, Pamplona, 2001, y Mujeres que la historia no nombró, Ayuntamiento de Pamplona, 2005.

[4] MARTORELL, Manuel  Jesús Monzón, el líder comunista olvidado por la Historia, Pamiela, Pamplona, 2000.

[5] Sobre estas aportaciones se puede leer el capítulo de Norberto BOBBIO «Gramsci y la concepción de la sociedad civil» en Actualidad del pensamiento político de Gramsci, obra coordinada por Francisco FERNANDEZ BUEY, Grijalbo, Barcelona, 1977.

[6] FRASER, Ronald Recuérdalo tú y recuérdalo a otros, Crítica, Madrid, 1979.

[7] Jeremy MCCLENCY es autor del libro The Decline of Carlism, University of Nevada, Reno-Las Vegas, 2000.

[8] CARRILLO, Santiago Memorias, Planeta, Barcelona, 1994.

Manuel Martorell